La delgada línea entre proteger y callar
La violencia contra las mujeres no tiene fronteras, ni físicas ni digitales. Así que, en principio, una ley que castigue a quienes nos agreden en redes sociales debería sonar a victoria.
El problema comienza cuando, con el pretexto de protegernos, se cuelan disposiciones tan ambiguas que podrían terminar por silenciarnos a nosotras también.
Eso está ocurriendo en Puebla con la nueva Ley de Ciberseguridad. Dicen que viene a defendernos, pero nadie puede explicar con precisión qué es una “vejación” digital, ni cuál es la línea entre una crítica, una grosería o una denuncia legítima.
Y lo que no se entiende, se presta para la interpretación del poder… y para la mordaza disfrazada de buenas intenciones.
¿Quién decide qué palabras rebasan el límite? ¿Un algoritmo? ¿Un juez sin perspectiva de género? ¿Un funcionario que se sintió aludido por algún tuit?
Las redes sociales, con todos sus claroscuros, se han convertido en el megáfono de las mujeres cuando el Estado calla, cuando los ministerios públicos ignoran, cuando los agresores se escudan en su dinero o en su apellido.
Y cuando eso pasa, X (antes Twitter) arde. Porque sí, a veces hay que gritar, insultar, incomodar. No por capricho, sino por supervivencia.
¿Dónde quedaría la denuncia de la cantante Sasha Sokol, si llamar “violador” a su agresor en redes la hubiera llevado a juicio? ¿Qué habría pasado si September Vélez, poblana, no hubiera podido señalar públicamente a su ex pareja, a quien acusa de intento de feminicidio? En ambos casos, las redes sociales fueron su única vía cuando las puertas institucionales estaban cerradas.
Y esto no va solo de periodistas —que con razón levantan la voz ante lo que llaman una ley mordaza—. Va también de nosotras. De las que, como Olimpia Coral Melo, enfrentaron la violencia digital antes de que tuviera nombre. La suya fue una lucha solitaria, hasta que se convirtió en ley y, hace unos días, en documental.
Pero no se equivoquen: Ley Olimpia no es mordaza. Es defensa. Castiga la difusión no consentida de contenido íntimo, el ciberacoso, la extorsión.
La Ley de Ciberseguridad de Puebla, en cambio, abre la puerta a que la rabia femenina sea criminalizada si se expresa con groserías. ¿O acaso la vara es distinta según quién insulte?
Porque mientras aquí se amenaza con cárcel a quien “injurie” en redes, casos como el del exembajador de EE.UU. Christopher Landau revelan el absurdo: canceló la visa de Melissa Cornejo, consejera de Morena en Jalisco, por un “vulgar posteo”.
Sí, una visa revocada por un tuit. Mientras tanto, miles de insultos xenófobos contra el gobierno estadounidense por sus políticas migratorias quedan impunes.
Y más allá: Donald Trump y Javier Milei insultan, denigran, mienten, llaman “basura” a opositores, burlándose de periodistas y de víctimas; y no solo no son sancionados: son aplaudidos y amplificados.
Ahora bien, si no hay recursos suficientes para investigar a agresores de carne y hueso, ¿cómo pretenden detectar a quienes nos insultan desde perfiles falsos, sin rostro, sin IP clara, sin evidencia judicializable?
¿Existe el personal capacitado, la tecnología, el protocolo adecuado? ¿O esta ley solo funcionará si un político se siente ofendido?
Porque mientras las autoridades no pueden con los feminicidas, parece que sí pueden con una tuitera furiosa. Y eso sí es violencia institucional.
El abuso misógino en redes es tan común que muchas mujeres optan por poner candado a sus cuentas, por temor a la sobreexposición. Insultos como “tetas caídas”, “feminazi”, “chupa pollas” se repiten a diario como metralla.
¿Van a investigar a cada cuenta anónima? ¿Cada IP enmascarada? ¿O la ley solo busca castigar lo que incomoda al poder?
En 2018, en España, bajo el hashtag #Cuéntalo, cerca de 790 mil mujeres compartieron sus historias de agresión sexual y el Centro de Supercomputación de Barcelona analizó casi tres millones de tuits para construir una memoria colectiva del dolor.
Y el peligro de esta ley no está solo en lo que prohíbe, sino en lo que calla: que otra vez se quiere regular la voz de las mujeres.
Porque el lenguaje es político. Y no es lo mismo un insulto que nace del odio que uno que nace del hartazgo. Hoy, las redes sociales son nuestra plaza pública, nuestro refugio, nuestra trinchera. No nos tapen la boca justo cuando por fin estamos aprendiendo a alzar la voz sin pedir permiso.
En un país donde nos matan por ser mujeres, callarnos nunca ha sido una opción.
La delgada línea entre proteger y callar