Señor, señora, no sea indiferente
En México se mata a las mujeres en la cara de todos.
A plena luz del día, frente a cámaras, con fusiles de asalto, sin ocultarse… y lo más grave: con la sospecha social o el silencio cómplice como respuesta.
En menos de una semana, dos crímenes han estremecido por su crueldad, pero también por la velocidad con la que fueron sepultados bajo la avalancha de notas breves, justificaciones institucionales y prejuicios sociales.
Karla Bañuelos, de 28 años, fue asesinada a quemarropa en Guadalajara, Jalisco con un arma de alto poder. En el video se ve cómo discute con su ex pareja, cómo golpea su camioneta con una escoba, cómo grita que se largue. Se ve claramente que lo conoce. ¿Y qué hace una parte de la sociedad? La culpa.
Que ella lo provocó.
Que quizás él era narco y ella lo sabía.
Que hubo un primer disparo “para asustarla” y que “ella no se asustó”.
Como si el no temer justificara la ejecución.
Como si amar, sobrevivir o atreverse a dejar a un hombre violento fuera suficiente para merecer la muerte.
Karla no merecía morir. Ninguna lo merece.
Y aquí me detengo. Porque yo también amé al hombre equivocado.
Tenía 18 años cuando me enamoré de un recién egresado del Colegio Militar. Acudí a su graduación, vi volar aviones en la Ciudad de México y después vi volar más aviones en la base aérea de Monterrey, Nuevo León, en dónde fue asignado.
Parecía disciplinado, educado, protector. Pero era celoso, sofocante, controlador. Cuando decidí terminar con él, apareció afuera de mi casa y disparó al aire.
Quería intimidarme. Tal vez algo más. Yo quise asomarme por la ventana.
Fue mi madre quien me salvó. Me tomó del brazo con una firmeza que no olvido y me dijo: “Métete. A la que quiere matar es a ti.”
Años después supe que aquel hombre enfrentó un juicio militar por vínculos con grupos delictivos.
No lo volví a ver. Pero entendí que una decisión me pudo haber costado la vida.
Y que nadie tiene derecho a matarte por no quererlo, por dejarlo, por sobrevivirlo…
Unos días antes del asesinato de Karla, en Guaymas, Sonora, Margarita, junto a sus tres hijas —Meredith, Madelin y Karla— fue asesinada con una brutalidad atroz. A las niñas las encontraron abrazadas debajo de un árbol y el cuerpo de la madre botado en una carretera.
Las escenas parecen sacada de una película de horror. Pero no es ficción. Es México.
A ellas también se intentó borrar con explicaciones racionalizadas: “el asesino quería cobrar un seguro de vida”. Cuatro vidas por 300 mil pesos.
¿En qué momento dejamos de escandalizarnos?
Mientras tanto, en Puebla, la familia de Cecilia Monzón sigue exigiendo justicia.
Van más de tres años y más de 30 audiencias. El proceso judicial está plagado de trabas, excusas y omisiones.
Cecilia no fue víctima de un crimen pasional, fue víctima de un feminicidio con poder, recursos y complicidad.
Y aún hoy, hay quienes insinúan que ella “lo provocó”.
Ni muertas las mujeres se salvan de ser juzgadas.
¿Se puede revictimizar incluso después de la muerte? Sí. Y estos casos lo demuestran.
Esta misma semana se supo que en Pochutla, Oaxaca, detuvieron al presunto responsable de un feminicidio ocurrido hace 22 años.
La asesinó con un cuerno de chivo. Dos décadas después… la justicia apenas se asoma.
¿Qué nos dice eso?
Que en México la justicia para las mujeres es una ruleta, una moneda al aire, una deuda constante.
Que la impunidad no es un error: es sistema.
Vivimos una violencia que ya se volvió ruido de fondo. Y eso, eso es lo más peligroso. Nos estamos acostumbrando.
Y no, la culpa no es solo del Estado —aunque sus omisiones también matan—.
Mata también la sociedad que justifica, que duda, que cuestiona a las víctimas por haber amado “al hombre equivocado”, como si eso fuera delito.
Mata la televisión que sigue normalizando al macho infiel, impune y violento. Si no me creen, revisen los trends de la serie Mentiras.
Mata el medio que pone en duda a la mujer y protege al agresor.
Mata el reguetón que llama “loca” a quien pone límites.
Mata el conductor de noticias que insinúa.
Mata el padre que dice “algo habrá hecho”.
Mata la madre que “mejor no se mete”.
Mata el chiste, el comentario y la indiferencia.
Mata el silencio.
¡Señor, señora: no sea indiferente!
No basta con no matar.
Hay que criar distinto, hablar distinto, denunciar, incomodarse y cambiar la narcocultura que permea al país.
La transformación que México necesita no es solo política. Es también cultural, ética y profundamente humana.
Porque mientras no nos duela cada feminicidiocomo si fuera propio, seguiremos viendo cuerpos enterrados, niñas abrazadas bajo un árbol, madres silenciadas por balas y culpables que caminan libres, como si nada.
Y eso, eso no puede seguir siendo normal.
Señor, señora, no sea indiferente