En Tlaxcala, el Gobierno del Estado no ha encontrado la forma de hacer frente a los reclamos sociales de seguridad pública. Los delitos del fueron común siguen en ascenso.
Las estadísticas a cargo del Sistema Nacional de Seguridad Pública muestran que, en el primer bimestre de 2022, se registraron 794 “presuntos” delitos. En el mismo periodo de 2021, fueron 656.
Decir que Tlaxcala es uno de los estados más seguros, comparando las cifras de denuncias presentadas ante la Procuraduría de Justicia con las de otros estados, ya no es suficiente. Tampoco negar la presencia de delincuencia organizada cuando hay evidencia de incremento de delitos como trata de personas, robo de hidrocarburos y asaltos con violencia.
El clima de inseguridad es una realidad que no se puede matizar con la manipulación de números ni con retórica oficialista. El problema es de fondo, no de forma. Y debido a que las autoridades no lo abordan de esa manera, los alcances de sus acciones resultan insuficientes, y las dejan muy lejos de cumplir el compromiso de campaña de hacer de Tlaxcala el estado más seguro del país.
Un ejemplo de ello son las recientes y desafortunadas declaraciones del encargado del despacho de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, Maximino Hernández Pulido.
Para el funcionario estatal, sucesos como el acontecido el pasado viernes en la comunidad de San Pedro Tlalcuapan, municipio de Santa Ana Chiautempan, donde un presunto ladrón fue golpeado y quemado vivo por pobladores, no es consecuencia del hartazgo social ante la falta de respuesta contundente a la actividad delictiva, sino reflejo de que el pueblo es “violento”.
Estas palabras advierten, en los hechos, la incomprensión del fenómeno de la inseguridad y la falta de autocrítica para reconocer que la política estatal de seguridad es deficiente.
Las Mesa de Coordinación de Paz y Seguridad en el Estado y los municipios no están logrando traducir la coordinación institucional en resultados medibles.
Los 90 millones de pesos destinados para “patrullas de alta tecnología a la Secretaría de Seguridad Ciudadana, a Municipios, y a la Policía de Investigación de la Procuraduría General de Justicia del Estado” no han impactado en la incidencia delictiva.
El esfuerzo por mejorar el equipamiento de los elementos de seguridad pública, acompañado del “ambicioso plan de acciones para capacitar, certificar y reconocer su trabajo”, no se ha expresado en un mejor desempeño policial.
La reactivación de los 36 arcos de detección de vehículos robados para vigilar los accesos carreteros a la entidad, y la adquisición del software de alta tecnología para atender emergencias de ciudadanos en tiempo real, ha tenido como limitación el carácter reactivo de la estrategia estatal de seguridad.
Si se mira con atención, lo que para el gobierno son logros en materia de seguridad, en los hechos, son acciones de impacto mediático que buscan incidir en la percepción ciudadana, pero que quedan rebasados ante los eventos de inseguridad que, preocupantemente, se manifiestan con más violencia.
Los empeños gubernamentales se han centrado principalmente en la acción policial, dejando de lado el engarzamiento de las políticas sociales con las de seguridad, las cuales se llevan a cabo de manera paralela y de modo vertical, no trasversal.
Esta situación ha limitado la necesaria participación de los ciudadanos en la generación de ambientes seguros desde sus comunidades. Pareciera que la reforma por la que la Comisión Estatal de Seguridad se convirtió en la Secretaría de Seguridad Ciudadana no tuvo más implicaciones que las de modificar el organigrama del Poder Ejecutivo.
Urge estudiar y desarrollar formas para combatir la inseguridad desde la identificación de las variables que inciden en la violencia y la inseguridad, como la pobreza y la marginación, la violencia intrafamiliar, las actividades pandilleriles, la incursión de grupos delincuenciales organizados; la disponibilidad de armas, drogas y alcohol; el bajo estado de fuerza policial y su insuficiente acceso a equipamiento e infraestructura; la deficiente procuración de justicia y los niveles de impunidad; la falta de fomento a una cultura de la legalidad y la escasa organización comunitaria ante el deterioro del tejido social.
Estos son algunos de los elementos más visibles que inciden en la seguridad pública, pero en la medida en que el gobierno en sus distintos niveles no los reconozca ni los aborde de manera integral, el fenómeno de la inseguridad no únicamente seguirá afectando el ánimo de la población, sino también la confianza y la credibilidad de las autoridades.